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Aruyari, La Bruja de Tures


En las brumosas tierras altas de Tures, donde el aroma del café se mezcla con el eco de los tambores huetares que una vez dominaron el valle, se susurra un nombre antiguo: Aruyari.

El origen de la leyenda de Aruyari, "la Bruja de Tures", se pierde en los anales de la historia. No es un cuento puramente indígena ni una superstición traída de España; es ambas cosas. Nació del choque de dos mundos, cuando los conquistadores llegaron a estas tierras y sus sacerdotes llamaron "brujería" a lo que las sukias huetares llamaron "medicina".

Cuentan los más viejos que Aruyari fue una poderosa curandera de su pueblo, una guardiana de los secretos de la tierra. Cuando los españoles impusieron su fe, ella se negó a abandonar a sus dioses y el conocimiento de las plantas. La persiguieron, la llamaron bruja y hereje, pero nunca pudieron capturar su espíritu. Su esencia se quedó atada a Tures, mezclando el rencor de la persecución con la protección de su antiguo hogar.

Por eso, la leyenda dice que Aruyari no es ni buena ni mala; simplemente es. Es el espíritu de la tierra que se niega a ser olvidado.

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Quienes la han sentido, dicen que su presencia es inconfundible. A veces, en el silencio de la noche, se la oye susurrar en un perfecto castellano antiguo, como el de los cronistas de Indias, lamentando su suerte. Otras veces, habla en un idioma gutural, muerto hace siglos, una lengua indígena que solo entienden los árboles y las piedras.

Aunque muchos dudan de su existencia, la anécdota más conocida y que aún eriza la piel en Tures ocurrió a finales de la década de los setenta.

Era una noche cerrada en la pequeña cantina del pueblo, cerca del cruce conocido como "La Y Griega". Un grupo de jóvenes compartía tragos y cuentos, riendo ruidosamente para espantar el frío de la montaña. Las horas pasaron y la borrachera hacía estragos.

De pronto, uno de ellos salió a tomar aire y se quedó helado. Su grito ahogado hizo que los demás salieran tras él.

Allí, en la copa de un inmenso árbol de raspahuacal, imposible de escalar para cualquiera y más para una anciana, estaba ella. Era una mujer octogenaria, con el cabello larguísimo y cano cayéndole como una cascada sobre un sencillo vestido. Estaba inmóvil, observándolos

desde la altura.

Nadie se explicaba cómo había subido. El pánico inicial dio paso a la confusión. Cuando todos salieron a verla, la mujer, con una agilidad impensable, bajó del árbol. No corrió; simplemente descendió y se quedó parada. Asustados y sin saber qué hacer, los jóvenes la tomaron y la entregaron a la autoridad del pueblo, el Comandante de la guardia.

El propio Comandante contó después lo que pasó. Durante el traslado a la pequeña comandancia, la anciana permaneció en un silencio sobrenatural. Sus ojos, decían, parecían mirar a través de ellos. El Comandante, exasperado por el mutismo, le exigió una y otra vez que se identificara mientras la metía en la celda de ladrillo.

Justo antes de cerrar la reja, la anciana giró la cabeza. Lo único que respondió a todos los cuestionamientos, con una voz grave y tenebrosa que heló la sangre de los presentes, fue su nombre: Aruyari.

Después de eso, no dijo más. El Comandante echó llave, desconcertado, con la intención de averiguar quién era esa mujer al amanecer.

Al día siguiente, cuando el sol apenas despuntaba sobre los cafetales, el guardia de turno fue a revisar la celda. Estaba vacía.


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La cerradura seguía intacta y no había forma humana de que hubiera escapado. Lo único que encontraron en la celda, donde la mujer había pasado la noche, fue un montón de hojas frescas de guarumo.

Desde entonces, la leyenda se selló. Se dice que el espíritu de Aruyari recorre el pueblo durante las noches, vigilando. Pero tiene una fecha marcada.

Cada año, la noche del 8 de diciembre —el día en que el pueblo celebra la Inmaculada Concepción traída por los españoles—, Aruyari hace su propio ritual. Justo a la medianoche, sale caminando lentamente del callejón de una vieja hacienda cafetalera. Cruza el camino y se sienta en una gran piedra que marca la entrada de ese callejón.

Allí se queda, envuelta en el frío de la noche, mirando cómo la fe nueva celebra, mientras ella, la guardiana de la fe antigua, espera en silencio, atada a su tierra por la sangre huetar y la magia que los españoles nunca pudieron entender.

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