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La Leyenda del Puente Tures: El Pacto sobre el Río

Actualizado: 16 oct

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Cuentan los abuelos de Tures, y lo escucharon de los suyos, que antes de que el calicanto y la piedra marcaran el camino, el cruce sobre el río Tures era un lugar de poder y respeto. No era solo un paso, era una frontera entre el mundo de los hombres y el espíritu del agua.

Los Huetares, los antiguos señores de estas tierras, no veían un simple río. Veían a una deidad serpenteante que daba vida a los valles, que alimentaba sus siembras de maíz y yuca, pero que también podía enfurecerse en crecidas que reclamaban lo suyo. Para ellos, el río tenía memoria del agua, una conciencia que registraba cada paso, cada cosecha y cada vida que florecía en sus orillas.

El cruce de Tures, decían, estaba custodiado por un espíritu guardián. No era una figura visible, sino una presencia que se sentía en el murmullo del agua sobre las piedras, en el frío repentino de la brisa al atardecer y en la fuerza de la corriente. Para cruzar con seguridad, los viajeros dejaban una pequeña ofrenda: una flor silvestre, una piedra lisa del camino o una plegaria silenciosa, reconociendo el dominio del río.

Cuando llegaron los tiempos del "progreso" y el café tiñó de verde las laderas, se hizo necesario un puente fuerte, uno que pudiera soportar las carretas cargadas con el grano de oro que forjaba la nueva nación. Los ingenieros llegaron con sus planos y los trabajadores con su fuerza. Pero el río, celoso de su antiguo dominio, se resistía. Las lluvias arreciaban sin aviso, las herramientas desaparecían misteriosamente y una sensación de desasosiego invadía a los obreros al caer la noche.

Fue un viejo sabanero de la zona, cuya abuela aún hablaba de las costumbres antiguas, quien entendió lo que sucedía. Se acercó al capataz y le dijo: "Están construyendo sobre un lugar sagrado sin pedir permiso. El guardián del río está ofendido".

Siguiendo su consejo, antes de colocar la última viga, los constructores realizaron un pacto no escrito. En un acto de respeto, tomaron la piedra más grande y antigua del lecho del río, una que por siglos había sido pulida por la corriente, y la incrustaron en los



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cimientos del puente. No fue un acto de ingeniería, sino de comunión. Un gesto para decirle al espíritu del río que el nuevo camino no venía a conquistarlo, sino a convivir con él; que el puente no sería una herida, sino un abrazo de piedra y cultura ancestral sobre su cauce.

Desde ese día, la resistencia del río cesó. El puente se completó y se convirtió en el guardián silencioso que heredó la misión del antiguo espíritu.

Por más de un siglo, el Puente Tures ha cumplido ese pacto. Sus piedras no solo sostienen el paso de vehículos, sino el peso de nuestra historia. Ha sido testigo de las carretas de bueyes y del primer automóvil del pueblo. Sobre él han cruzado generaciones para ir a la escuela, al trabajo o a las fiestas del patrono. En sus barandas se han apoyado los enamorados y bajo su sombra han jugado los niños. El sonido del agua que fluye bajo él es la voz del guardián que nos recuerda de dónde venimos, y la imponencia de su estructura es el eco de millones de pasos que conforman la memoria viva de nuestra comunidad.


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